No entiendes por qué los demás se empeñan en ver principios. Donde tú sólo vislumbras finales. Asumes que se aferran a algo. A conocer un mundo mejor. Todo paz. Margaritas. Y trinar de gorriones afónicos. Concluyendo que lo mismo querían los que murieron el siglo pasado. Y el anterior. Les observas con ojos tristes. Mientras te dicen que la vida no es la filosofía de la que te has enamorado. Que no hay una verdad inmutable. Ni sentidos eternos. Te irritan sus definiciones vagas. La vida es esto. La vida es aquello. Y asientes sin convicción. Porque sí sabes cual es ese puto sentido que nos trae a todos de cabeza. Ni quienes somos. Ni de donde venimos. Ni adonde coño vamos con tanta prisa. La única verdad que conoces es que estás de prestado. Como todos. Que tus posesiones se limitan a puñados de tiempo. Que ni siquiera puedes controlar. Y que crees en las margaritas. Y en los gorriones. Para explicarte por qué carajo no te has cortado ya las venas.
Tu guadaña ya no corta las enredaderas que cierran caminos. Te debates entre llevarla al afilador. O asumir que has olvidado como se usa. Te has cansado. Y te sientas en el suelo alfombrado de verde a encender el último pitillo. Recordando lo mucho que te gustaba antes ese olor. Que ahora no te dice nada. Las plantas siguen creciendo. Cambiando. Y de un vistazo descartas empuñar el arma y volver a cortar. El graznido de los pájaros ya no resulta molesto. Se ha hecho demasiado familiar. Y caes en la cuenta de que no es cuestión de guadañas. Ni de caminos. Simplemente ha dejado de entusiasmarte la selva. Tratas de recordar cómo se alzaba el vuelo. Es hora de desiertos. O de ciudades. Es hora de cambiar de paisaje.
Leves pulsaciones en la frente. Fuerza media. Crece. Y se extiende como café derramado sobre el periódico de ayer. Impregnándolo todo. Sensación de calor en la cabeza. En el cuello. La luz se clava. Brillantes punzadas de cuchillos de doble filo. Deseas oscuridad. La más opaca que pueda generarse. A sabiendas de que no atenuará el dolor. Esperando que al menos no lo intensifique. Ahora puedes sentir cada una de las venas. Tejiendo complejas redes sobre tu cerviz. Como ásperas sogas palpitantes. Gruesas. Y dejas de ver el mundo con claridad. Sólo consciente de la realidad de tu angustia y su causa. Palpitaciones. Luz blanca. Palpitaciones. Mazazos de ruido. Palpitan tus sienes. Tu frente. Tu nuca. Palpitaciones. Y ese acuciante deseo de no existir. Para librarte de padecer esta puta tortura.
Sabes que lo haría. Mataría todas mis neuronas a golpe de alcohol si pudiese. Si me asegurasen que así podría olvidarte. Sin mirar atrás. Los retrovisores son ventanas hirientes a lo que no seremos. Que me preguntan dónde estás. Qué piensas. Si aún te acuerdas de mí. Les empaño y escupo que ya no estás. Por mi culpa. En un brindis macabro por todas aquellas veces que no supe decirte que incendiabas mi alma. Que me partía en dos por sentirte. Que te lloraba sin testigos. Que hubiese matado por ser capaz de darte cuanto necesitabas. Y me consumo. Como un cigarro que nadie fuma. Consciente de que fui demasiado poco. Demasiada sombra. De que hubiera ahogado tu luz. De que quererte no bastaba. Para enmendar tus alas. Y verte alzar un vuelo que no era capaz de compartir.