Me anulas. No sé sacarte de mi campo de visión. Aún cuando pasas por delante cincuenta veces. Me aprendo tus ojos. La palidez de tus manos. Y me pierdo el escenario ante quien interpreta sobre el mismo. Me rompes. Cuando creo manejar tus miradas. Y me descubro objeto de su juego. Un ratón entre las zarpas de un gato avezado. Que sabe lo que se hace. Y disfruta con ello. Enciendes mi rostro. Te vuelves y sonríes con esos ojos que sabe dios qué piensan. Y desapareces entre cristales que no contendrán tanto fuego. Dejándome boquiabierta. Con un agujero en la retina. Vacío en los labios. Y ganas de saber hablar para decir algo inteligente. Nuevo. Distinto. O sencillamente algo con más sustancia que lo de siempre. Gracias. Dime qué te doy.
He vendido mis ideales por un par de céntimos. Nadie da más por productos tan usados. Me desayuné el orgullo una mañana que me dolía el corazón de odiar tanto. Le grité al cielo que dejase de cebarse conmigo. Rectifiqué. Se lo grité a la chica del espejo. Que se me quedó mirando con cara de estúpida. Me he sentado en el suelo a jugar a no pensar. Y he sabido que solo los peces muertos van a favor de corriente. Estoy cansada de flotar. De entregarme a corrosivas melancolías. A senderos vedados de un destino manazas. Ardieron mis alas, sí. Pero tengo ganas de dejarme jirones de piel pegados en las rocas del río. Mientras sigo arrastrándome. Hacia horizontes que ciegan. Siempre a contracorriente.