De todas las ventanas tuve que pararme a cantar bajo la tuya. Con la guitarra entre las manos entumecidas. Las mejillas rojas de viento cortante. Y un brillo que no ha vuelto a mis ojos desde entonces. No había luz en tu balcón. Ni cristales abiertos. Ni forma humana de saber que estabas tras aquellos visillos. Aún así recité cuantas notas sabía. Sonó voz lírica pese a las zarzas de mi garganta. Y me inventé cuatro o cinco melodías con tu nombre. Aún así. Sabiendo que ni una de ellas te haría justicia. Se me durmió la boca de decirte tequieros. Sentidos. Bien sabías que nunca conocí otros. Y se los llevó la brisa helada de la noche. De tu silencio. De tus besos fríos y tus baldías caricias. Me entregué aún así. Consciente de que desde ti no volvería a decirlo sin abrir tu herida. Sin el puñetazo en el estómago de la no correspondencia. Sin la desconfianza del yo también. He aprendido a hablarte con pretéritos. A dibujarte en ayeres lejos del subjuntivo. De todas las ventanas tuve que pararme a cantar bajo la tuya. Y parte de mí seguirá siempre allí debajo. Sin querer arrepentirse.