Es importante concentrarse. Pensar sólo ese momento. Regalarle toda la atención. Analizarlo todo con precisión quirúrgica. Repasar todos los pasos. Ahora esta piedra. Luego aquella. No se puede cruzar el río a la ligera. Esas rocas tienen pinta de resbalar mucho. Calcular distancias. Ese metro y pico va a dar problemas. Quizá haya otro camino. ¿Realmente quiero cruzar?. Es demasiado trabajo. Igual me quedo en esta orilla. No se está tan mal. Espera. Había una razón. Algo por lo que merecía la pena. Pero ¿qué?. Decídete. Deja de pensar. Demasiadas vueltas. ¿Sientes ese fuego en el pecho?. AHORA. En tres saltos. Mierda. Casi me dejo los dientes. ¿Cómo lo he hecho?. No he seguido el plan. Y ahí detrás hay más de metro y pico. Joder. Acabo de recordar por qué quería hacerlo. Esta orilla no tiene nada que la otra no tenga. No era eso. Era la simple satisfacción de verme capaz. Y el impulso ha vuelto a ganar a la lógica. Tal vez sea cierto. Soy demasiado visceral.
Qué sabes tú de duelos. Te van las palmaditas en el hombro. Invitar a tres o cuatro tequilas. Y el disparo por la espalda. Crees tener la confianza de cientos. Pero la camaradería es algo más que eso. Disfrazas tu falta de talento bajo una capa de simpatía. Así nadie se atreve a decirte que no vales una mierda. Y te sigue girando el mundo mientras haya cumplidos por escupir en tu boca. Ahora se te ha encasquillado el revólver. Hemos oído el chasquido de tu intento por disparar. Oculto tras una esquina. Cobarde. De nada vale que agaches la cabeza sonrojándote. Ya he desenfundado. Y yo apunto a las piernas, cabrón. Aunque sí tenga los cojones de hacerlo mirándote a los ojos.
Ese hombre lleva las suelas de plomo. Adelanta su bastón y lo alcanza en dos pasos. Pequeños. Arrastrados. Su cara dice que está rumiando la historia de su vida. Desde el principio. Tras él caminan un par de crías de quince años. Aunque el maquillaje diga que son muchos más. Hablan atropelladamente. A gritos. El Javi es un cabronazo, pero qué bueno que está. Y sus carcajadas resuenan por toda la calle. Llevan los mismos pantalones. Una fucsia, la otra kiwi. Una de sus camisetas reza swallow queen. Apuesto todos mis cigarros a que no saben qué significa. Atropellan al anciano al pasar y se dan la vuelta. Abuelo ¿tienes hora?. El hombre se cuelga el bastón en el antebrazo y levanta la manga de su chaqueta. Despacio. Abre la boca para pronunciar algo y la niña kiwi le interrumpe. Déjalo tío, que llevamos prisa. Ambas ríen la gracia mientras caminan hacia mí y reprimo las ganas de partirlas los dientes. Se paran de nuevo. ¿Tienes hora?. Doy una calada al cigarro. Lo más lentamente posible. Me llevo la mano al bolsillo y saco el móvil muy despacio. Lo miro. Vuelvo a guardarlo. Saco un bolígrafo de la mochila. Las sucesoras de Parchís me miran intrigadas mientras apunto 15.48 en el paquete de tabaco. Se lo muestro. Me dan las gracias educadamente y siguen su camino. Oigo sus voces a mis espaldas. Coño tía, que era muda. Dibujo media sonrisa triste y pienso qué me jode más. Que no hayan esperado un segundo más al hombre que iba a darles la hora de buenas maneras. O que muestren más respeto por quien estaba tomándoles el pelo.
Quién pudiera elegir con qué rellenar el vaso. Si dices que el tuyo desborda. Y el mío nunca llega a la mitad. Es posible que exista alguien capaz de contar todas mis contradicciones. Yo perdí la calculadora. Es una fea excusa, pero a mano no me salen las raíces cuadradas. Es lo malo de ser una chica de letras. Que al final pongo todos los límites en infinito. Aunque sea ilógico. Aunque no esté bien. Y al final siempre me cuentan más los cómo que los cuánto. Ya no quiero que me enseñes unidades de medida. Es obvio que jamás utilizaremos las mismas.