Me dejo las uñas arañando las capas que te cubren el alma. Rasrás. En desbocados zarpazos rítmicos. Me sangran las yemas y paro. Por ahí asoma una luz. Es tu verdadero yo. O me ha cegado ese coche que no ha querido apagar las largas. No sé. Tu risa ha dejado k.o. a mi concentración. Y aprovechas para cubrirte de nuevo. Estoy cansada. De no saber suplicarte que te quites la ropa. Que me dejes verte de veras. Me aburre soñar que un día despiertas. Y descubres que ya sé quién eres. Que no me he largado aunque sobran razones. Entérate. Sólo voy a decirlo una vez. El fuego de tus besos no me asusta. Me hace desear el infierno.
Has olvidado cómo levar anclas. Miras las desvencijadas tablas del puerto. Alternando con vistazos a tus manos de piel rota. Cuarteadas como el cuero que nunca secó. Antes hubieses tirado de la cuerda. Aunque el suelo cruje sobre la mar embravecida. Y gritan las velas golpeadas por el viento. Hoy no. No sabes salir de tu amarre. Ni recuerdas cuándo fue la última vez. Los posos del café te dicen que no es cosa de memoria. Ni va implícito a la edad. Pero es más fácil dar crédito al olvido que asumir que te da pánico navegar. Que ya no confías en la suerte. Que otro naufragio puede matarte.
Vamos a entrelazar las manos. Los párpados abajo. Sin peso. Vamos a mentirnos un poco. A pensar que va a salir bien. Siempre podemos decir que lo eterno existe. Dormir en la tranquilidad de sábanas ajenas. Propias. Donde sea. Vamos a convencernos de que las lágrimas no se han inventado. De que sufrir se reserva a los que están solos. Abre los ojos a oscuras. Finje que me ves. Voy a mirarte sabiéndote cerca y posible. Con ese tinte inalcanzable del color océano de tus iris. Hoy quiero mirarte sin luz. Hoy quiero mirarte como se mira a los sueños.