No sé cuanto fuego cabe en un puñado de palabras. Aunque aún me están quemando. Tú has sido siempre la perfecta definición de calor. Y yo un puto témpano de hielo. Tú razón y yo inconsciencia. Equilibrios que, de extremistas, parecen imposibles. Destino ya habrá escrito su versión de la historia. Pero se niega a contármela. El muy hijo de puta. Incertidumbre me acompaña dudosa. Se pasea alrededor mío fumando nerviosamente cada siete minutos. Me ciegan sus bocanadas de humo. Me aturde su constante “vamosvamosvamos”. Mientras Destino se ríe en su nube. Se lava las manos. Y arroja su húmeda toalla en mi soberana inmadurez.
Hace tiempo que ya no te veo. Quizás no te llamo porque no me atrevo.
Hace tiempo que ya no te veo. ¿Habremos cambiado? ¿Quizás a peor?
Te sobras para darme malas noticias. Todas las que caben en una página de sucesos. Amarillismo pretendido. Agónico. Tocas mi fibra sensible como un aprendiz de guitarra. Arañando con furia un arpegio disonante que me anude el estómago. Tú no puedes afectarme. Pero tus crónicas hacen que me sangre la nariz. Y me entren ganas de reventar la tuya. Tus verdades son como los esqueletos de los paraguas. Parecen inofensivas hasta que sacan algún ojo. Apuesto a que ahora duermes como un bebé. Inconsciente de que hoy me has dejado tuerta.
Precioso. Que conviertas los minutos en oro blanco. Cada mirada es una reflexión platónica. Quasi perfecta. Tres cojones importa que no recuerde el camino de vuelta al terrenal absurdo. Prefiero viajar entre los vapores de tus palabras. Siempre que ofrezcas primera clase. La clase turista se la reservas a aquellos que te miran sin verte. Y en la cabina viajas tú. Eternamente peleada con tu copiloto Diplomacia. Si me dejas entro a noquearle. Para que te sueltes el pelo y escupas al mundo todas esas cuchillas que cortan tu lengua. Que salpique la sangre. Y tiña de una puta vez tanta payasada de quiceañera como soportas.
Me apetece contarte lo que siento. Sin un previously. Sin pausas que dejen asomarse al arrepentimiento. Me apetece soltar una sonora carcajada cuando termine. Decir que “no era tan difícil”. Brindar contigo y terminarme la cerveza de un solo trago. Quisiera no sentir que camino descalza sobre cristales cuando me expreso ante tí. Me apetece desconectar el programa de Control de los Sentimientos que lleva tanto tiempo funcionando. Pero, una vez más, mis manos no alcanzan el botón de apagado.
Hay un tío durmiendo en el banco de la plaza. Hace un frío de cojones pero él y yo vamos en manga corta. Me pregunto que habrá hecho para conseguir la papelina que aprieta en el puño. Y cómo carajo concilia el sueño con ella de la mano. Alguno con menos suerte y con más mono podría estar más despierto. Levanto la vista en busca de una estrella a la que contar mis penas. Sin éxito. Un par de ventanas dejan pasar algo de luz. Un par. De todos los edificios que veo desde aquí, sólo dos habitaciones contienen personas despiertas. “Ya somos tres”. Se ha consumido el pitillo. Lo lanzo a la calle en contra de cualquier civismo. El tío se ha despertado. Mira a su alrededor asustado mientras guarda su tesoro en el bolsillo trasero del pantalón antes de cerrar los ojos de nuevo. Bien hecho, chaval. Yo me retiro. Que te sea leve la noche.
Perdí la cuenta de las veces que me bañaron lágrimas ajenas. Aún escucho las puertas cerrándose. La ausencia de amor gritándole al aire. El dolor. Cuántas veces lo hice mío. Y me olvidé en un rincón oscuro al que todos se asomaban. La empatía es un don peligroso. Capaz de reducirte al mínimo exponente. Cuando los ojos se comen el color de las paredes y las muestran desnudas, hasta el mayor de los castillos resulta vulnerable. Accesible.
Un rápido vistazo al reloj me dice que son las 15.43. Cargo mi mochila con el café de la sobremesa bajando aún por la garganta. Salgo a la calle en tirantes y el sol me da una bofetada en los ojos que me deja temblando. Puto calor. Una vez más llevo el volumen del discman demasiado alto. Un par de ancianas me miran con esa cara tan característica de “por eso la juventud acaba quedándose sorda”. Ellas llevan chaqueta. La circulación no es la misma a los veinte que a los sesenta. Llego a la facultad cinco minutos antes de que comience la tortura. Enciendo el pitillo de rigor y me siento en el suelo del pasillo. Llegan un par de compañeros. 16.11. Seguimos los tres solos. Ayer se comentó que hoy no teníamos esa clase. Y he perdido una hora por gilipollas. Tengo que dejar las musarañas y empezar a prestar atención.
Muy de vez en cuando me engancha la fiebre. Estrecha las paredes del pasillo y dibuja incoherencias en mis sueños. Pinta de rojo mis mejillas y mis labios. Cierra mis ojos y le da a mi piel un aspecto mortecino. “Parece que vas colocada” dice mi hermana muy divertida. Coño. Claro que voy colocada. Tengo una sobredosis cojonuda de paracetamol. Tengo sueño a las doce de la noche y empiezo a pensar que el gato planea asesinarme. Me mira raro. Igual le suministro uno de estos sobres maravillosos a él también. No vaya a ser que me aburra drogándome sola.
No te equivoques. No soy yo quien ha cambiado. Soy la misma “chica rara” del instituto. La que se esconde tras los jirones de su propio pelo y observa apoyada en la pared el ir y venir de la gente. Sigo llevando el reloj cinco minutos adelantado y el corazón cinco minutos atrasado. Aún funciono mejor cuando hace frío. Jamás dejé de beber café a hurtadillas ni de fumar en el balcón, de madrugada. Las conversaciones superficiales continúan sin gustarme y no he aprendido a caminar sin el walkman. En esencia sigo siendo yo. Demasiado testaruda para admitir mi evolución sin escudarme en la del mundo.