Suena tentador huir de lo ineludible. Correr perseguida por doscientos folios que reclaman atención. Dar carpetazo a lo que ahoga. Respirar un poco. Coger la guitarra y sonar a Diana Krall resacosa. Dejar que los minutos resbalen como aceite. Masticar segundos de libertad inmerecida. Mirar por la ventana y descubrir que no le haces ninguna falta al mundo. Verlo girar desde tu jaula. Para volver la cabeza y recibir una bofetada de realidad. Los apuntes siguen ahí. Acecha inamovible el examen. Aquel al que llamaba ocio se descubre arrancando su capa. “Mírame bien”. Dice, socarrona. Una vieja conocida. Mi irresponsabilidad.
Un par de años atrás me hubiese ido. Sin contemplaciones. Con el orgullo intacto y una terrible sensación de pérdida. De abandono. Pero no anoche. No contigo. Cuando me surgen los porqués me asalta el alivio. Y esbozo una sonrisa. Porque sigo ahí. Con la cabeza alta y la frente despejada. Lista para escuchar cuanto quieras contarme. Si quieres hacerlo. Porque hay tiempo para existencialismos. Y para Julia Ormond. Y ya no quedan Potenciales como para ir descartándoles de un plumazo. Por una jodida mala noche.
Decías que no se te daba bien cerrar el frasco de los sentimientos. Que terminaba por desbordarse antes de enroscarle la tapa. Me preguntabas cómo carajo me las arreglaba para mantenerlos a raya. Si no me dolían las venas cuando corría por ellas sangre helada. Y te sonreía inocente detrás de una Mahou en la oscuridad de aquel bar. La camarera rubia nos adoraba. Supongo que no abundan las conversaciones filosóficas los viernes a las siete de la tarde. Ahora recuerdo ese tarro. Y me parece mejor idea dejar que se derrame a que estalle dentro inundando todo de cristal. Te recuerdo a ti como el equilibrio que siempre has sido en mi vida. Y ni siquiera tengo cojones para decirte cuanto te extraño.
A veces todos somos el mismo fantasma. Columnas de humo indeleble que no se ven sin prestar atención. Observamos con un ansia que jamás se sacia. Conscientes de la ventaja de ser casi invisibles. Anotamos las palabras de aquel mendigo que habla para nadie. Guardamos el gesto de ese hombre que llora con lágrimas secas. Nos tatuamos en las venas la sonrisa de aquella chica. Las manos del anciano que lee distraído el periódico. Y en ese momento somos nadie que sabe algo de muchos alguien. Mera esencia en un mundo demasiado nítido que duele mirar. Para volver en un instante a ser forma. Cuerpo. Violenta presencia. Realidad.
Siempre he sido un poco desastre. Lo sé yo. Y lo sabes tú cuando sonríes al contemplar el arrugado paquete de tabaco que dejo sobre la mesa. Los momentos contigo son puñados de nieve en las manos. Se deshacen antes de que los aferre con fuerza. Me dejan con las palmas mojadas y dibujan una pueril expresión de asombro en mi rostro. Mezcla de fascinación por la presencia fugitiva y miedo a tu ausencia recién instalada. Podría decirte que tengo miedo a perderte. Pero abusaría de mi escasa facultad para bautizar sentimientos. Y el mero hecho de pronunciar esas palabras teñiría de realidad mis temores. Prefiero seguir soñando que es imposible. Llámame ignorante.
El espejo no es buen embustero. La imagen que escupe tiene todos los tintes de un buen sermón de madre. “Has adelgazado”. “Tienes que dormir más”. La sonrisa que le devuelvo es una mueca fantasmal. Pretendí una expresión de fingida alegría. Y le he enseñado los dientes. Esa chica pálida me mira con incertidumbre. Casi puedo oirla decir “Yo tampoco tengo las respuestas”. Mientras aparto la mirada y ella hace lo propio. Miro el paisaje helado tras la ventana. Jodida escarcha. Ojalá Castilla tuviese mar. Ojalá las olas barriesen las arenas de la duda.
Sucias. Todas y cada una de vuestras sonrisas hipócritas. Acusando a quienes se atreven a contradecir vuestros cánones de mierda. No señoras. Yo no compro mi ropa en El Corte Inglés. De hecho mis pantalones son de chico. Un par de tallas más grandes. La gitana que me los vendió parecía una buena mujer. Escandalizaos. Prefiero Sepultura a Bisbal. Y Drácula no es “una de vampiros”. Es una historia de amor. Se me atraganta la cena entre vuestros perfumes dulzones y la estridencia de vuestras carcajadas. Vuestra concepción de la felicidad es un insulto a la vida. Siempre huroneando la crítica fácil. El ascenso social a base del taconeo sobre cabezas ajenas. Me dais asco. Me repugna que os llameis mi familia.